jueves, 31 de diciembre de 2009

Second Life/1: Año nuevo (última parte)

Los precios variaban de acuerdo al tamaño. Había desde muy pequeños hasta groseramente grandes.

-¿Quién se va a elegir una tan chica? –pregunté señalando una de no más de un par de pixeles.

Nora Jean me contó que algunas personas las elegían especialmente, no porque fueran baratas, sino porque sentían la necesidad de hacerlo.

-second life no es solamente la realización de tus fantasías –dijo– también de tus miedos

La moneda del lugar eran los Linden. Tantos Linden equivalían a una determinada cantidad de dólares. Uno los podía comprar con tarjeta de crédito y utilizarlos después en el mundo virtual. Las cosas, en Second Life, eran baratas. Un paquete de cigarrillos valía cinco centavos de dólar, mucho menos que en la realidad.

Los penes costaban un poco más caros. Yo me resistía a usar la tarjeta de crédito. Algo en mi conciencia me impedía gastar plata real en Second Life.

-no tengo dinero… -dije.

-tienes que poner los numeros de tu tarjeta de credito –dijo Nora Jean.

-no se como hacerlo

Me explicó varias veces. Le dije que no me salía.

-debe haber algun problema con las tarjetas de credito de mi pais

Nos quedamos en silencio un rato.

-yo tengo algunos linden –dijo ella al final.

Me prestó un par. Alcanzó para un tamaño estándar. Después de eso, nos teletransportamos a un hotel donde ella conocía al dueño, un avatar de Scooby Doo que nos atendió en la puerta. Entramos gratis en una habitación barata, con imágenes más toscas, como una aventura gráfica de comienzos de los noventa.

-y ahora? –pregunte.

Nos desnudamos. Su torso era el de una modelo. Nos colocamos los órganos sexuales. El pene estaba horizontal como una regla. Ella arrojó tres perlas de color morado sobre la cama.

-las compre hace un tiempo –dijo.

Cada una de ellas tenía una inscripción: “suck”, “fuck”, “69”. Nos colocábamos sobre ellas para interactuar. Al principio conversabamos:

-que divertido –dije.

-es casi tan bueno como en la realidad

Después de los minutos iniciales, se iba terminando la gracia.

-y ahora?

Nora Jean tardó en contestar.

-que bien que la chupas –dijo– te gusta como hago yo?

Le dije que sí. Volvimos a quedarnos en silencio unos minutos.

-vamos a otro lado? –dije.

Afuera sonaron los petardos. Comenzaba el año. Me serví un vaso de Coca. La casa estaba apenas alumbrada por la luna, que ingresaba por el patio de aire y luz. Los vecinos de abajo estaban brindando. Yo me pregunté adónde me llevaba esa soledad.

Nora Jean no respondió. Al cabo de un rato le volví a hablar:

-tengo que irme

Tardó unos segundos en contestarme, mientras los avatares seguían en plena actividad.

-esperate un rato guapo

-no puedo –dije.

-vete pues

-la pase bien contigo

-yo tambien –dijo Nora Jean– me voy satisfecho, a pesar de todo

-satisfecha –dije

-jejeje

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Second Life/1: Año Nuevo (segunda parte)

Entré en Second Life el 31 a las nueve de la noche, con una Coca y un sandwich de vitel toné al lado. Sergio había ido a lo de sus abuelos en Haedo y todo estaba en sombras en la casa. No habíamos coordinado el horario, y yo no sabía cómo se calculaba el tiempo en el mundo virtual. Cuando me materialicé en el escenario de playa, Nora Jean ya estaba ahí:

-feliz año nuevo –dijo– pensé que no venias

En su reloj ya era el año siguiente. Estaba preciosa: vestido negro de noche, escote –como siempre– generoso, un toque de maquillaje. Hasta podía imaginarme el perfume que se habría puesto.

Salimos a recorrer escenarios. Caímos en uno de vampiros. Era una especie de mausoleo donde había cuatro o cinco, entre hombres y mujeres, parados en frente de un ataúd.

Hablaban del fin del mundo.

-cuando seria? –preguntó Nora Jean.

-ya sucedió –dijo una mujer vampiro– nada mas que algunos no se dieron cuenta

Me pareció una buena teoría. Era la única que escribía como argentina. Le di a entender que yo también. Al rato me contó que trabajaba con un tatuador en la Bond Street. No tenía novio. Quedé en pasar a saludar.

Nora Jean, que estaba leyendo todo lo que hablábamos, dijo:

-adios

Y se alejó volando del mausoleo.

Al principio fue un alivio que desapareciera, porque la estaba pasando mejor con la mujer vampiro, pero al rato recibí un mensaje privado de Nora Jean:

-te invito a una cena, si tienes los cojones para aceptarla y demostrarme que los hombres no son todos iguales

Nos encontramos en un escenario de hotel de primera categoría, donde se celebraba una gala de fin de año. Nora Jean me esperaba en la puerta.

-este lugar es vip –dijo– sin mi, no podrias entrar

Le entregó una tarjeta al guardia de seguridad. Nos dejaron pasar.
El plato principal era pavo con salsa demi glacé. Ninguno de los dos probó un bocado.

-yo creo que las relaciones que se generan aquí no tienen por qué ser diferentes a
las de la vida real –dijo Nora Jean.

-es verdad

-este año ha sido malo para mi… encontre mucha gente dispuesta a molestar, a no respetar a los demas

Me dio pena. Pensé en una mujer sola, posiblemente europea, sentada frente a su computadora un 31 a la noche, con un cenicero lleno al lado y una Coca Light en la mano libre del mouse. Me pregunté cómo era su aspecto físico, pero después pensé que no importaba. Tenía su avatar.

-tu año acaba de cambiar -dije.

En la terraza del hotel tocaba una orquesta de jazz. Bailamos un rato bajo los fuegos artificiales.

-me gustas mucho –dijo y me besó.

Le pregunté cómo era la función besar. Me explicó.

-que mas se puede hacer aca?

-lo mismo que en la vida real –dijo.

-pero es que yo no tengo...

Recordé mi entrepierna lisa.

-jajaja –dijo– tenemos que equiparte. acompañame. yo se donde hay

Y remontamos vuelo hacia la noche cruzada por las cañitas voladoras, más allá del horizonte, en busca de un órgano sexual.

martes, 29 de diciembre de 2009

Second Life/1: Año Nuevo (primera parte)

Llegué a Second Life movido por la curiosidad después de un año y dos meses sin actividad sexual. Sergio había resultado un buen compañero para alquilar el departamento, pero un pésimo proveedor de amistades femeninas, y desde que instalamos la banda ancha yo no me movía lo suficiente para encontrarlas en alguna parte. Con internet en su esplendor todo parecía tan cerca, tan al alcance de la mano, que no daban ganas de salir de casa. Un día leí una nota en el diario acerca de Second Life y el avance de la realidad virtual, que muchos consideraban el futuro de internet, así que abrí mi cuenta y elegí un avatar, que era la imagen con la que yo iba a aparecer ante los demás.




Después me dediqué a recorrer los escenarios. Algunos estaban superpoblados, en otros no había nadie. Toda la gente era muy canchera, muy cool. Algunos vagaban por ahí, volaban un rato o se tiraban en algún lado a tomar sol. Después de uno o dos intentos, me di cuenta de que estaban mal vistas las preguntas sobre la vida afuera de Second Life.

-de donde sos?

-soy de aca –respondió una avatar que me crucé en un escenario donde se hablaba español.

Se llamaba Nora Jean. Era rubia, de cabello sobre los hombros y un escote generoso, que mostraba más de lo que ocultaba.

-soy nuevo –dije– me acompañas a dar una vuelta por aca?

Ella pareció mirarme de arriba abajo.

-tenemos que conseguirte ropa –dijo– con la ropa estándar no vas a llegar lejos

Le aclaré que no quería pagar nada.

-no todo se compra –dijo.

Siguiendo sus indicaciones, me teletransporté con ella hasta una especie de centro comercial. Me condujo a través de un laberinto de espejos hasta un sector donde las prendas eran gratis.

-prueba aquellas –dijo frente a un perchero.

Me quité la ropa que llevaba puesta. Estaba liso en la entrepierna, como un muñeco de Ken. Después me probé varias combinaciones de pantalones y remeras –todas eran un poco darkies–, hasta que ella me dio el ok.

-estas guapo –dijo Nora Jean.

-tu tambien –dije.

Nos teletransportamos a una playa, donde volamos un rato sobre el mar. Después fuimos a un escenario de atardecer. Algunos avatares miraban el sol. Nos ubicamos lejos de ellos, como si nos pudieran escuchar.

-me lo he pasado bien contigo –dijo Nora.

-yo tambien.

-que haces mañana?

Hablaba de la noche de año nuevo.

-no se todavía –dije– por?

-yo estaré aquí. si quieres podemos pasar juntos la velada.

No sabía cómo mover el cuello de mi avatar, pero la miré a los ojos desde mi monitor. Pensé que había algo humano en su expresión, como si los gráficos en tres dimensiones no alcanzaran a disimularla del todo.

-claro –dije– por que no?

miércoles, 23 de diciembre de 2009

El Messenger/1: El amigo virtual (4º y última parte)

El edificio era antiguo, con portón de hierro y una hiedra en la pared del frente. Dos cucarachas salieron disparando entre las hojas cuando me acerqué al panel del portero eléctrico, oscurecido por el moho, desvencijado. Había sólo tres pisos, un departamento por piso. El papelito que me había anotado Sergio decía claramente “tercero” y un nombre: Estela Speranza. Desde una ventana del tercero salía una luz tenue, muy blanca, posiblemente de un monitor. Eran las once de la noche. Pensé que era tarde como para tocar un timbre y preguntar por un muerto en un edificio desconocido. Esas cosas, de día, tienen otro color. Suenan absurdas o banales. Pero esa noche sin luna parecían salidas de una película de terror.

“La dirección está bien, seguro”, había dicho Sergio. “Si no saben nada, están mintiendo”.

Toqué el timbre. Una vez. Dos veces. A la tercera, alguien respondió.

-¿Quién es?

Era una voz de mujer. Le calculé veinticinco años, a lo sumo. Parecía asustada, pero sin sorpresa. Como si en el fondo me estuviese esperando.

Me acerqué al portero.

-Hola, soy amigo de Pablo…

Colgaron de un golpe. Toqué otra vez, pero sin respuesta. Dos minutos más tarde escuché la llave en el portón, abajo.

-¿Cómo te llamás? –preguntó la misma voz, con algo de cautela, detrás de la puerta todavía cerrada.

La ignoré.

-¿Pablo está?

-¿Cómo conseguiste mi dirección?

Le expliqué, como pude, de la dirección IP y de los contactos de Sergio con el proveedor de internet.

-Me imaginaba… -suspiró.

El portón se abrió.

“Veinte años”, pensé. “No más”.

-No –dijo una chica colorada, gordita, algo petisa, de pantalón corto y remera negra gastada, con el nombre de la banda Mercyful Fate estampado adelante.

Me pareció que decía la verdad, pero igual insistí:

-Estuve chateando con él y…

La chica asintió, un poco menos temerosa, suspirando.

-Pasá –dijo–. Yo soy Laura.

El departamento, adentro, era enorme. Un pasillo, como un laberinto, conducía a todos los cuartos. Imaginé que vivía con la familia. Pero en ese momento no había nadie más en la casa. Ella iba detrás de mí, lenta pero sin decir nada, excepto para indicarme el camino. Me llevó a la habitación donde estaban las computadoras. Un poster de Freddy Krueger, grande y con las puntas dobladas, colgaba de la pared principal. En el monitor de la computadora titilaban dos ventanitas del Messenger. En una de ellas, de repente, imaginé a Sergio haciéndose pasar por mí del otro lado. Laura lo miró, inquieta, hasta que todo desapareció detrás del protector de pantalla.

-¿De dónde lo conocés a Pablo? –preguntó.

Le conté. Cuando llegó su turno tardó en contestar.

-De internet –dijo.

-¿Por qué te hacés pasar por él?

Se dejó caer sobre una silla.

-No es justo –dijo–. Me prometió hace un año que nos íbamos a ver. Podés prometer y no cumplir. Una vez, dos veces, diez. Total, éramos contactos de Messenger, nomás.

Me miró, desafiante. Después siguió:

-Y yo tragando el verso de las almas gemelas, como una pelotuda de dieciséis.

Miré a mi alrededor. En el suelo descubrí, a simple vista, algunos dvds con zombies en la tapa. En la biblioteca, libros de Lovecraft, Poe, Stephen King.
Dijo que habían quedado en verse unas cuantas veces. A último momento, con alguna excusa, Pablo cancelaba. Chateaban mucho, durante las noches, hasta diez horas seguidas sin parar. No se habían visto las caras.

-No sé cómo aguanté tanto. Al principio pensé que yo no le interesaba. Después me di cuenta de que había otra cosa. Me hablaba de directores de cine, de asesinos seriales, pero en un año no me contó nada de su vida, sus ex novias, yo qué sé. Un enroscado.

Hablaba con rabia apenas contenida.

-Pablo era así -dije.

No me escuchó.

-Y un día desaparece del Messenger, me deja así, no avisa nada… Ni el teléfono tengo, para llamarlo.

Entonces entendí.

-¡Pará! ¿Entonces vos no sabías que… –lo pensé unos segundos– ¿Cómo conseguiste su clave?

-Era obvio –dijo–. “Carpenter”. Probé con otras dos. A la tercera la pegué. Lo primero que vi fue que no me había bloqueado. Ahora chateo con algunos de sus amigos. La mayoría son de Messenger, saben menos que yo de Pablo. Yo les sigo la corriente, a ver si sale algo.

Me miró.

-No sabía que tenía amigos de verdad –dijo– ¿Vos cómo te llamabas?

-Eric.

Se rió.

-No puede ser. Yo estoy chateando con él.

Movió el mouse. La ventanita del Messenger todavía titilaba. Sergio seguía del otro lado.

-No, pero… -dije.

Me miró de cerca, buscando algo.

-¿Pablo? –preguntó ella– ¿Sos vos?

Nos quedamos en silencio. La respiración contenida y el ventilador de techo, girando.

Negué con la cabeza.

-Yo también lo estoy buscando –dije–. No sé qué pasó.

martes, 22 de diciembre de 2009

El Messenger/1: El amigo virtual (3º parte)

-quien sos? –insistí.

La ventana permaneció en blanco unos segundos.

-soy yo –respondió.

-hace mucho que no te veía

-sip –dijo.

-Mandale una foto –dijo Sergio–, un archivo, cualquier cosa para que él te la reciba.

Le envié un archivo comprimido con imágenes de películas. Lo aceptó sin decir nada. Había algunas fotos del rodaje de la Masacre de Texas. Me repitió –lo decía siempre– que Tobe Hopper no era un mal director. Mientras Pablo hablaba, Sergio hizo un par de operaciones en mi máquina, con la habilidad de un mago, y anotó un número en un papel.

-Dale conversación –dijo–. Yo hago un par de llamados a ver si averiguo dónde está.

Y se fue a hablar por teléfono al comedor. Me quedé dos o tres minutos pensando cómo seguir.

-que tal la muerte? –pregunté.

Esta vez no tardó en responder.

-jajaja bien

-como es?

-todavia no conozco mucho –dijo– parece lindo igual, no se

Me quedé en silencio. Abrí otra ventana, intenté navegar un rato por internet, pero la atención se me iba una y otra vez al ícono verde de Pablo, que después de un rato volvió a hablar:

-lo malo es que estoy solo aca

Me contó que no veía a nadie, que no tenía nada que hacer ni nadie con quién hablar. No parecía muy diferente de lo que había sido su vida. Yo siempre me lo había imaginado como un personaje más bien solitario, lejos de los demás.

-ahora extraño –dijo.

-a quien extrañas?

Se tomó cinco minutos para responder.

-a laura –dijo al final.

-quien es?

-nunca te conte?

Empezó a hablar de una chica que había conocido en internet. No pude seguir leyendo. Sergio entró en la habitación dando tres saltos, con el papel en la mano.

-Lo encontré –dijo.

-¿Y?

-Está en Palermo. Acá tenés la dirección.

Me apretó el papel en la mano.

-Pero…

La ventana del Messenger titilaba en el monitor.

-Yo lo entretengo -dijo Sergio.

Se sentó frente a la máquina.

-¿Estás seguro?

-Vos andá.

lunes, 21 de diciembre de 2009

El Messenger/1: El amigo virtual (2º parte)

-La madre no sabe nada –Diego colgó el teléfono–. Pablo vivía solo desde el año pasado. La computadora está ahora en casa de los viejos, desarmada. Nadie se conectó desde ahí.

-Pero yo lo vi.

-Quizás te lo confundiste con algún otro, que se puso el mismo nick.

Yo estaba seguro de que había sido él. Lo vi durante tres noches seguidas, después de las doce, entre el lunes y el miércoles, mientras las demás personas de mi lista se desconectaban y se iban a dormir. La primera vez no me animé a hablarle. La segunda vez, después de un rato, dije:

-hola??

Pero no recibí respuesta. La tercera noche lo encaré directamente:

-quien sos?

Y otra vez no respondió.

En esa época yo me estaba mudando, una vez más. Había alquilado un departamento en Congreso con un amigo, Sergio, que en realidad no era tan amigo –nos habíamos conocido en una fiesta dos meses atrás– pero andaba en la misma búsqueda de vivienda que yo. El departamento que conseguimos era grande, antiguo, tipo casa chorizo, con varias habitaciones dando a un pasillo que rodeaba al patio de aire y luz, y que se comunicaban entre sí. Sobraba un dormitorio, que acordamos subalquilar a extranjeros, pero hasta que consiguiéramos alguno lo usábamos para las computadoras y las cajas todavía llenas de libros, películas y cd´s.

Sergio era un geek. Algunos lo consideraban un adelantado. Otros, un nerd. Tenía un poco de las dos cosas: anteojos de Gucci con los lentes amarillos, asma, remera de King Kong. Vivía acelerado, como si no le alcanzara el tiempo para todo. Se reía mucho y con una risa algo afónica, quebrada, que ocultaba cuando estaba entre gente que no conocía en profundidad. Era de Castelar. Todas las noches consumía un yuyo que recolectaba en las vías del tren. Lo dejaba secar en el balcón y se preparaba una infusión que tomaba, bien caliente, antes de irse a dormir.

-Con esto sueño bien –decía.

Y me contaba las pesadillas que tenía cuando no tomaba el té. En todas lo perseguía un gigante con capucha y pantalón de cuero, látigo y garrote, porque quería filmar una snuff con él.

Al departamento le faltaba pintura. En algunas paredes había humedad. No teníamos plata para dejarlo en condiciones. Tampoco televisor. Nos pareció habitable recién el día que instalamos internet. Pusimos una computadora al lado de la otra y nos dedicamos a navegar.

Cuando me conecté al Messenger, el ícono de Pablo estaba ahí, otra vez online.

-Mirá –dije.

Le conté a Sergio la historia.

-Mandale un archivo –dijo–. Cualquier cosa, una foto. Si te lo recibe, podemos averiguar la dirección IP.

-¿Y eso para qué sirve?

-Con un poco de suerte, podemos averiguar desde dónde se conecta.

Tragué saliva.

-pablo? –escribí– estas?

Pasaron los minutos. La habitación estaba oscura. Afuera pasó algún auto. Nos quedamos con la mirada clavada en el monitor.

-si –dijo al final– como andas?

viernes, 18 de diciembre de 2009

El Messenger/1: El amigo virtual (1º parte)


Pablo fue uno de mis primeros contactos de Messenger. Apenas lo ví en la vida real. Era amigo de Diego y nos conocimos en un cumpleaños, donde nos pasamos la noche hablando de películas de terror. Teníamos la idea de escribir un corto, lo conversamos un par de veces por chat y al final el proyecto quedó de lado, pero él siguió en mi lista de contactos durante varios años.

Siempre se conectaba como “Ausente”, aunque uno lo sospechaba todo el día en frente de la máquina. Yo me imaginaba su vida a través de los nicknames que utilizaba. A veces nos enviábamos señales: si él se apodaba Michael Myers, como el asesino de Halloween, yo me cambiaba el nick a Jason Vorhees, el de Martes 13. Cuando él se ponía Carpenter yo me llamaba Wes Craven, y así.

Para algunos estrenos importantes, conversábamos:

-K haces –tipeaba Pablo.

-Bien, vos?

-Viste la de Rob Zombie.

-Siiiiiii es genial!!!

A lo cual seguía un largo rato en blanco, donde ninguno de los dos sabía de qué hablar. Había gente que te remontaba un chat. Cuando no había nada que decir, inventaba. Otros eran ahorrativos: no escribían una línea a menos que uno les respondiera antes lo que acababan de tipear. Y existían, también, los que no decían nada. Eran los más inquietantes, porque del otro lado uno sólo recibía como respuesta una pantalla blanca y de vez en cuando algún saludo parco, sin ningún signo de exclamación o pregunta.

Pablo formaba parte de este último grupo.

-estas? –preguntaba yo después de un largo rato.

-si

Y un rato después alguno de los dos se desconectaba.

Cuando lo conocí vivía con su familia en Banfield, después me enteré –a través de un mensaje rápido, que él subió al lado de su nickname– de que se había mudado a capital.

Una tarde lo noté raro. Quería conversar.

-me siento mal –dijo.

-q te pasa? en q te puedo ayudar?

-nose

Al rato le volví a escribir:

-hablameeeeeee

No me respondió ese día ni tampoco los dos días siguientes, cuando lo encontré conectado. Después no lo vi más online por un largo tiempo.

Un día me lo encontré a Diego en el MSN. Era raro que se conectara.

-boludo –dijo.

-Q?

-se murio pablo

-ehhhh????

Él le había perdido el rastro antes que yo. La última vez que lo vio, dos años atrás, todavía vivía en Banfield. Desde entonces sólo tenía contacto con Pablo por amigos en común, que le habían contado la novedad.

-se intoxico con mariscos –dijo–, murio en seguida, pobre, una boludez asi....

Me quedé pensando en Pablo que se había transformado, sin que yo me diera cuenta, en un monstruo de clase B. La noticia de su muerte me dejaba triste, pero sin reacción. Nada cambió para mí excepto el MSN, y ni siquiera. Pensaba en él sobre todo durante la noche, cuando me conectaba y no había nadie online. Veía su ícono de color gris, con el mismo nickname de la última vez –Romero–, inmóvil para siempre entre los contactos.

Hasta que una noche de verano, después de una lluvia, se volvió a conectar.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Facebook/2: Los compañeros de primaria (5º y última parte)

La realidad es un misterio, como cuando comenzó la historia con Giselle y Damián, o cuando abrí mi cuenta en Facebook y retomé el contacto con ellos. Cada gesto, cada palabra podía tener mil derivaciones distintas, conducirnos a uno y otro lado. Yo avanzaba como una selva donde no sabía qué iba a encontrar.

Pero después, mirando hacia atrás, uno puede encontrar alguna lógica en lo que pasó. Es como chocar después de haber ignorado varias señales de tránsito. El arma que me apuntaba tenía tanto sentido, estaba tan precisamente puesta en ese lugar, que ni siquiera me asombro, ahora, al recordarlo. Ni tampoco en ese momento, aunque temblaba.

-Damián…

Giselle se levantó y se interpuso entre él y yo.

-Correte o te mato a vos también.

Tenía los ojos llenos de furia, desorbitados. Sus tres laderos lo miraban, menos decididos, temerosos, a un costado. La imagen se parecía a las del patio del colegio pero en una versión más grotesca, tan obvia que no podía ser verdad. Martín, el de barba candado, iba con los ojos entre el caño del arma y yo, como siguiendo la trayectoria de una bala futura pero indudable, algunos segundos antes de la realidad.

-¡Por favor! –Giselle lloraba a los gritos– ¡Fue culpa mía, dejalo en paz!

-Con vos voy a arreglar más tarde –dijo–. Primero termino con él.

La palabra “termino” me hizo reaccionar. No me salió otra cosa:

–Perdoname…

El disparo salió a un costado, rebotó contra un zócalo y rompió un vidrio de atrás.
Nos quedamos en silencio unos segundos, mirando la rajadura en la ventana. Martín y los otros dos laderos retrocedieron unos pasos, asustados. El propio Damián vacilaba, como si el estruendo le hubiera devuelto la lucidez, pero duró sólo un instante. Quiso empujarla a Giselle. La presión de ella sobre su brazo le impedía apuntar. Yo estaba enroscado, casi hecho un bollo contra un rincón de la pared, sobre la cama.

-Sáquenmela de encima –les ordenó a los otros tres.

Dudaron un rato.

-¡Sáquenmela! –volvió a gritar Damián.

Se adelantaron y la agarraron del brazo, Martín un poco atrás que los otros dos. Empujaron a Giselle de manera maquinal, obedeciendo más a un mandato interno, viejo, que a las órdenes de Damián. Por un segundo, tuve la impresión de que Giselle hubiera podido evitarlos y a ellos no les hubiera molestado, pero ni siquiera lo intentó.

Dos días más tarde Martín me escribió un mail donde contaba, desde su punto de vista, lo que había pasado:

“Estaba muerto de miedo, pero el primer impulso fue hacerle caso. Es increíble. Hacía veinte años que no lo escuchaba, pero alcanzó verlo un rato para que todo pareciera igual que antes”.

De repente, como pasa a veces en las situaciones más extremas, la mente se me volvió clara. Se me había despejado el miedo por un rato. Correr era imposible, con los tres laderos custodiando la puerta. Sólo me quedaba razonar.

-Cagame a trompadas –dije–. Pero si me matás, caés en cana.

Disparó otra vez. La bala dio en el colchón, a diez centímetros de mi pie.

Volvió el silencio otra vez al cuarto.

-¡Hijo de puta! –gritó.

“Entonces pensé” –seguía el mail de Martín– “que si no lo parábamos nosotros, no lo paraba nadie. Pero ninguno de nosotros lo quería parar”.

Damián volvió a apuntar, esta vez con las dos manos. Le temblaba el pulso pero apuntaba bien, a dos metros de distancia. Me apuntaba a la cara.

Pensé: “Ya está”. Cerré los ojos.

Dos segundos después escuché un forcejeo y un disparo, que salió para otro lado. Abrí los ojos. La bala había dado en el techo. Martín luchaba en el piso con Damián, que había perdido el arma en la alfombra. Giselle la pateó afuera de la habitación.

-¡Rajá! –me gritaron los dos.

Volví a los tilos, a la calle. Había llevado un bolso, que quedó en algún lugar de la casa. Crucé tres garitas de seguridad antes de llegar a la estación de tren, donde esperé temblando, atrás de un kiosco cerrado.

“Me alegro de haber saltado” –concluía Martín en su mail– “No por vos, que estuviste como el orto, ni por él, sino por mí más que nada. Toda mi primaria y una parte de la secundaria fue igual: lo que decía Damián, era palabra santa. Y eso me jodió bastante después, cuando ya no lo tenía al lado. Si no era Damián era mi jefe, o algún otro boludo de turno. Con el tiempo lo fui superando. Y ahora viene Facebook y resulta que tengo los mismos miedos que antes, hago las mismas boludeces que antes. Pasaron veinte años y seguimos en la misma. Y dije no: alguna vez hay que cortarla. En el fondo, creo que me alegro de que haya pasado.”

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Facebook/2: Los compañeros de primaria (4º parte)

En la escena siguiente, Giselle y yo estábamos desnudos en el sofá. Damián nos encañonaba con una 9 mm. Decía alguna boludez y disparaba.

-Me voy a casa –dije.

Ella, que debe haber estado mirando la misma película, no me detuvo, aunque no parecía aliviada.

-¿Me abrís?

Me acompañó hasta la puerta. Escuchamos más risas desde el fondo. Eso la inquietó de vuelta.

-¿Te vas así, sin saludar? –preguntó.

-Inventale algo –dije–. Total…

La cara se le deshizo en una mueca de desesperación. Después se dobló sobre sí misma, con las manos sobre los hombros, los brazos en cruz.

-¿Qué pasa?

Algo oscuro adentro mío opinó que no debí haber formulado esa pregunta.

-No te vayas –dijo–. Por favor. No me dejes sola.

Los tilos bostezaban verde a mis espaldas. Pasaban pocos autos. Un vigilante dormitaba en la garita de seguridad. Hubiera sido tan fácil, tan cómodo encontrar una remisería en la avenida, a dos cuadras, y desaparecer otra vez –y ahora para siempre– de las vidas de Giselle y Damián.

La abracé.

-Está bien –dije–. Me quedo.

Después de todo el argumento también me beneficiaba: una ex compañera de primaria que siempre me había gustado, veinte años más adelante, se daba cuenta de que al final yo era la mejor elección. La vida sonaba tan simple que hasta podría haberse resumido en una actualización de estado.

Nos sentamos en el sofá del living. Le agarré la mano.

-Quedémonos un rato más acá –dije.

En el quincho jugaban al poker. Reían, gritaban, a mí me parecían hienas aullando.

-Gracias –dijo prolongando su mirada sobre mí–. De verdad.

Nos miramos en silencio. Nos besamos.

Esta vez no fue rápido, sino profundo y largo. Los labios de Giselle eran una realidad húmeda, caliente, en medio de algo que no podía ser verdad. O dicho de otra manera: le daban realidad al asunto. De a poco, mientras la besaba, empecé a darme cuenta de la gravedad de lo que estaba pasando: Damián, sus ex laderos, el arma, todos borrachos y drogados. Intenté apartarme de ella pero me seguía reteniendo, con fuerza, como si no quisiera separarse.

-Es peligroso –dije–. Esperá.

Me apoyó la mano sobre la entrepierna.

-No… –protesté.

Se levantó.

-Vamos a otro lado.

Me condujo a un cuarto de servicio, atrás de la cocina, donde el único mueble era una cama desnuda en que nos acostamos. Ella me bajó el cierre, despacio, mientras nos seguíamos besando. Pensé que estaba loca, que me había vuelto loco yo.

Mi resistencia duró poco. Me perdí en el cielorraso con los brazos abiertos, apoyados contra el respaldo de la cama. Dejé que me inundara el blanco. No pensé en nada.

Volví a la realidad dos o tres minutos después, cuando escuché la voz de Damián:

-Quedate quieto, la puta que te parió.

Y entonces lo vi en el umbral de la puerta, rodeado por sus amigos, con la cara
desencajada, los ojos casi en blanco y el arma que nos apuntaba.

martes, 15 de diciembre de 2009

Facebook/2: Los compañeros de primaria (3º parte)

Yo creía que la gente cambiaba. Lo dije en voz alta. Nos reímos un rato, como cada vez que alguien decía algo.

-Vos siempre fuiste raro –dijo Damián.

Giselle lo miraba. Había vuelto unos minutos atrás, después de haber permanecido más de media hora adentro de la casa. El maquillaje hizo su efecto. No se notaba que había llorado. Era la única que no estaba fumada.

-¿Por qué? –dije.

-Nunca jugabas con nosotros, no te gusta el fútbol… Ojo, no lo digo como algo malo.

Me invadió la inquietud.

-¿Cómo malo?

No existía más el Damián original, el de los tiros en el patio del colegio. El que estaba en frente mío, que hacía chistes malos y le gritaba a su mujer, era Damián con el recuerdo victorioso de quien había sido antes, cuando yo lo conocí. Una fotocopia desvaída, un poco alterada, pero bastante parecida al original.

-El otro día enganché un documental sobre la vida de este puto famoso, cómo se llama… –reflexionó unos segundos– ¡Gi! ¿Vos te acordás cómo mierda se llamaba?

La gente se iba.

-La pasé bárbaro –dijo Rita–.Quedamos en contacto.

Quedamos cinco en la mesa. Damián, dos de sus ex laderos, Giselle y yo.

-¿Quieren que traiga café? –preguntó ella.

Y antes de que le respondiéramos, desapareció otra vez adentro de la casa.
Damián bajó la voz:

-¿Ustedes porro solamente o...?

Nadie dijo nada.

-Esperen que traigo algo –dijo entonces.

Volvió con un paquetito de papel aluminio en la mano. Anuncié que iba al baño. Me encontré a Giselle tirada sobre el sofá del living, en frente del televisor.

-No sé para qué hago esto –dijo–. Yo organicé esta reunión. Sabía que iba a ser un desastre.

Me dijo que la iniciativa le había costado tres sesiones de terapia, que su psicóloga la alentaba a tomar decisiones en forma independiente de Damián, pero con él nunca se podía hacer nada.

-Al final siempre me caga.

No supe qué contestarle. Me confundía –y al mismo tiempo me gustaba– tanta intimidad desparramada.

Más bien, ella me gustaba.

-¿Te acordás del jugo que te convidaba en los recreos? –dije.

Volvió a sonreir.

-Sí –dijo–. El otro día lo conté en terapia.

Me pregunté qué más habría dicho de mí en terapia. Antes, algunas personas se perdían para siempre. A partir de Facebook, el episodio del recreo ya no era un recuerdo insignificante, olvidable, sino una bisagra, un desvío que nunca tomamos.

-¿Qué hubiera pasado si yo ganaba el duelo?

Pensé que iba a reírse, pero no. Encendió un cigarrillo y se quedó mirando.

-Yo también me lo pregunto –murmuró.

Pasaron uno, dos minutos. Nos besamos. Corto, rápido, nos separamos de repente.

-Tiene un arma –dijo.

Estaba temblando. Desde el quincho se escuchaba la risa de Damián, frenética, drogada.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Facebook/2: Los compañeros de primaria (2º parte)


Vivían en Acassusso. Viajé desde Retiro en tren. Me recibió Giselle.

-No lo puedo creer –dijo.

Nos abrazamos un largo rato. Había pensado mucho en ella desde la última vez que la vi, casi veinte años atrás, especialmente entre los catorce y los dieciséis. En esa época llegué a marcar su número de teléfono varias veces, cuando estaba solo en casa. En general me atendía la voz del padre y yo cortaba, pero alguna vez me atendió ella y mis labios tampoco se pudieron despegar. ¿Qué iba a decirle? “Hola, soy tu ex novio del recreo, el cagado a tiros por Damián”.

Entonces llegaron los treinta. O llegó Facebook. Me cuesta separar una cosa de la otra.

-¿Te gusta la casa? –preguntó Giselle, después de la visita guiada.

Me había paseado por todas las habitaciones mientras Damián y los otros preparaban el asado en el quincho de atrás. Se veían huellas de él por todas partes. En el living, la foto del casamiento, la misma que ella había subido a su perfil. En el dormitorio había una colonia y sobre el respaldo de una silla, un cinturón. La cama era king size.

-Me encanta –dije.

Después salimos al patio. Giselle tenía un vestido de verano, de algún color claro, que le descubría los hombros muy bronceados. Pensé que los años le habían hecho bien.

-¡Bang bang! –dijo Damián apenas me vio.

Yo me reí. Me salió bien. Nos abrazamos. Después me presentaron a los demás. Eran los laderos de Damián. Martín, uno de rulos y barba candado, era el que nos había botoneado a Giselle y a mí. Rita era una chica alta y muy flaca, que seguía siendo alta pero ya no me impresionaba por su delgadez, sino por todo lo contrario. Había engordado unos setenta u ochenta kilos desde que nos vimos por última vez.

-Hola –dijo–, tengo un problema hormonal. Estoy viendo cómo solucionarlo.

Se volvió a sentar un poco consternada. No habló mucho más.

La comida transcurrió de manera bastante civilizada. A su turno, cada uno contó cuál era su profesión y cuánto había progresado. Giselle era psicopedagoga.

-Me interesa la mente infantil –dijo.

-Mirala vos a la pendeja... –rió Damián y la apretó contra sí.

A ella se la veía incómoda, abrumada. Cada vez que él se levantaba, lo seguía con la mirada. Recién cuando lo perdía de vista, se relajaba. Pero su expresión volvía a tensarse si tardaba en volver.

-¿Vos? –me preguntó él–. En tu perfil decía algo de guión, ¿eso qué mierda es?

Giselle hizo una mueca de disgusto.

-Sos un bruto –dijo.

Yo le expliqué.

-Escribite una de vaqueros –dijo y todos nos reímos al mismo tiempo. Giselle y yo, un poco menos que el resto.

A la altura del postre ya no quedaban temas de conversación. Habíamos hablado de ex maestras, ex compañeros que no habían venido y en particular de uno que había muerto el año anterior. Eso nos volvió un poco sombríos a todos excepto a Damián, que luchaba contra una tira de asado.

-¿Dónde compraste la carne? –le preguntó a Giselle.

-Acá en la esquina…

-Te dije que fueras al Coto –protestó–. Puta madre, todo lo tengo que hacer yo.

Me la crucé con Giselle en la cocina cuando fui al baño. Lloraba con la cara hundida en un repasador.

-¿Qué te pasa? –la abracé.

-Nada –dijo–. Dejá. Gracias. Me da vergüenza que me estés mirando.

Me besó en la mejilla. Después desapareció en su dormitorio.

Yo volví a la mesa, que estaba languideciendo. Algunos hablaban de fútbol. Otros bostezaban.

-Che…

Damián nos miró uno por uno, como midiendo la distancia para dar un salto.

-¿Da para un porro? –preguntó.

Casi todos dijimos que sí. Algunos respiraron con alivio. Yo pensé en Giselle, llorando encima de su cama king size.


viernes, 11 de diciembre de 2009

Facebook/2: Los compañeros de primaria (1º parte)

En la escuela primaria, cuando el sistema educativo todavía funcionaba, tuve una novia. Se llamaba Giselle, pero le decíamos Gi. Usaba trenzas, jumper gris y le gustaba V Invasión Extraterrestre, igual que a mí. En los recreos yo le convidaba jugo de manzana. Me daba un extraño placer mirar cómo tomaba. Secretamente, y sin una razón manifiesta, a los diez años esa se transformó en la parte del día más esperada. Era el primero en salir del aula, compraba el jugo en el kiosko y corría adonde ella solía estar. Hasta que llegó Damián.

Ella me lo presentó:

-Es mi novio –dijo.

Yo lo conocía de verlo en los recreos. Usaba sombrero de sheriff. Era de un curso superior. Jugaba a la mancha de una manera bastante salvaje con sus compañeros de curso. Cuando se cansaba, sacaba la pistola de juguete y hacía de cuenta que mataba a tiros a todos. Lo curioso era que le seguían la corriente. Giselle lo miraba de reojo mientras conversaba con sus amigas o sola, sentada en un banco. Él la saludaba de lejos. Se besaban en la mejilla al final del recreo.

Un día Damián faltó. Estaba con paperas. Yo la busqué a Gi ni bien sonó el timbre. Le ofrecí jugo. Aceptó.


-Pensé que ya no venías más… -dijo haciendo una leve caída de párpados.


-Es que…


“Estás de novia”, pensé pero no me salió en voz alta. Hice con la mano un gesto que a mí me pareció de “tener paperas”.


-No tiene nada que ver –dijo Gi–. Podemos ser amigos igual.


Yo no sabía para qué seguir buscándola, si ella estaba con Damián que si me mataba a tiros, y yo no le seguía el juego, por ahí me cagaba a trompadas. Igual le hice caso. A partir de entonces, mientras su novio jugaba a los policías y ladrones, ella y yo nos escapábamos a algún lugar un poco lejos, yo le ofrecía jugo y la miraba tomar con los labios en torno a la pajita, los ojos cerrados aunque a veces, muy de vez en cuando, los abría y me devolvía la mirada.


Hasta que un día nos pescaron in fraganti.


No fue Damián sino un ladero de él, un pibe de cuarto, que corrió a avisarle. Llegó con la pistola en la mano y tres guardaespaldas.


-¿Qué están haciendo? –preguntó.


Ella se puso en frente mío.


-Nada –dijo–. No hacíamos nada.


-Correte –dijo él, moviendo la pistola hacia un costado.


-Damián…– murmuré.


Ella dijo:


-No me voy nada.


Damián hizo un gesto. Los tres de atrás se adelantaron, forcejearon con Giselle y la corrieron a un costado. Quedamos frente a frente, los dos.


-Así que te hacés el canchero… -dijo.


-No…


-¡Bang! –gritó.


Lo miré desconcertado.


-¡Bang bang! –volvió a gritar, apuntándome con el arma.


Me tiré al suelo. Él siguió disparando. Después me pateó al costado. Giselle lloraba, desconsolada.


-No lo vuelvas a hacer nunca más –me dijo Damián, aunque yo debía estar muerto hace rato. Después se fueron a clases.


A partir de ese incidente no hablé más con ninguno de los dos. A veces, de lejos, Giselle me saludaba con la mano. Yo le devolvía el saludo, pero nada más. Con el tiempo dejamos de saludarnos. Supe que seguía con Damián aunque se peleaban a cada rato. También pasaban más tiempo juntos, se besaban en la mejilla, como si con los meses todo se hubiera ido potenciando. Después cambié de colegio y no volví a saber nada de ninguno de los dos.


Veinte años más tarde, cuando abrí mi cuenta de Facebook, ahí estaban. Era lógico, aunque no lo había imaginado. Cada uno con su respectiva foto, y con fotos en común. Casados.


Giselle fue la primera en contactarme.


-Qué alegría verte –dijo en el chat.


Me contó que con Damián se habían reencontrado en Icq, unos años atrás. Fue fulminante. A los dos meses se casaron.

-Qué increíble -comenté.

Al día siguiente se unió Damián. Tenía una fábrica de autopartes.
Estaba pelado. Por lo demás, parecía Tarzán.

-¿Qué es de tu vida? –preguntó– ¿Seguís boludeando?

Nos mandábamos regalos mutuos, saludos, comentarios de rigor en alguna actualización de estado. Una vez Giselle me mandó un beso. Yo se lo devolví, después de dudar un rato.

Dos días después cayó con la idea de la reunión.

-La hacemos en casa –dijo–. Tenemos un jardín grande. Yo me encargo de todo. No podés faltar.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Facebook/1: La prehistoria

Hasta los albores de la internet 2.0, poco antes de Facebook, conocer a alguien era descubrir un mundo que a veces se tocaba con el de uno, y otras veces no. Era imposible saber qué lazos nos unían con la gente que recién aparecía en nuestras vidas. Eso tenía sus ventajas, porque algunas sorpresas eran gratas. Otras no.

Esa noche, cuando nos subimos al taxi, yo no sabía si teníamos amigos en común con Sofía, ni su coeficiente intelectual, sus posturas preferidas para tener sexo, dónde había estado de vacaciones el último verano, si mentía con la edad. Eso le agregaba desconcierto al asunto.

El living de mi casa estaba un poco desordenado. La computadora, encendida, mostraba un protector de pantalla con John Wayne. Reemplacé las botellas de cervezas vacías del suelo por una llena. Cuando Sofía fue al baño, escondí una remera abajo de un almohadón.

-Escuchá este tema –dije.

Puse uno de Pearl Jam. Ella encendió un cigarrillo.

-No me gustan –dijo.

-¿Qué escuchás?

Mencionó algunas bandas que yo no conocía. Apagué la música. Nos besamos. Ella paseó su mirada por mis estantes.

-Tenés muchas fotos –dijo–. Sos melanco.

-Puede ser.

Se frenó en seco en una de ellas.

-¿Cómo la conocés a esta mina?

En la foto yo estaba parado al lado de Vero, en la playa. Sonreíamos, separados por un médano, mirando la cámara. Había sido tomada casi diez años atrás, en Pinamar. Mi vieja la había puesto en un portarretratos blanco un tiempo atrás. Yo le dije que no la quería, pero me la quedé igual.

Tuve un deja vu.

-Es mi ex novia –contesté.

Ella se rió.

-Es mi ex novia también.

Le exigí una explicación.

-Es la amiga de un amigo –dijo–. Claudio , un pelado que trabaja en IBM, ¿lo ubicás?

-No.

-Bueno, de ahí. No era novia en realidad. Salimos un par de veces el año pasado. Fue raro. Después se ortivó.

-Pero…

-Me caben las dos cosas. Prefiero a los hombres, igual.

Conversamos un rato acerca de Vero. Coincidimos en que estaba un poco rayada. Yo lo relativicé: éramos adolescentes. A medida que hablábamos, nuestra situación corporal sobre el sofá iba cambiando. Se abrió un espacio entre Sofía y yo, como si una Vero invisible se hubiera sentado entre los dos. Yo le confesé que a veces la extrañaba. Ella arrugó la nariz.

-¿Seguís enganchado?

Me encogí de hombros.

-Deberías unirte a algún club que se llame “Yo también extraño a mi ex”.

Yo sonreí con amargura.

-¿Hubieras salido conmigo entonces?

Ella apagó el cigarrillo en el cenicero.

-No. ¿Hace cuánto que cortaron?

-Unos años –dije–. Once… Diez.

-¿Me pedís un radiotaxi?

Le pregunté si Vero habló de mí. Me dijo que no. Mientras esperaba al taxi, escribió un mensaje de texto en su celular. Intenté imaginármelo: “Vuelvo a casa. Me ensarté otra vez”.

En la semana le mandé un mail, que nunca respondió. Su dirección de correo electrónico permaneció durante uno o dos años en mi gmail. Cuando abrí mi cuenta de Facebook, estaba ahí. Había una foto con Vero en uno de sus álbumes. Su perfil era elocuente:

Me interesan: Hombres, Mujeres.

Busco: Una relación.

Grupos a los que se unió recientemente: No soporto a los melancos, Odio a Pearl Jam.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Objeto de la semana: el consolador

Yo quería ser todo lo que ella tenía por un rato. No su amor, ni su confidente. Esas hubieran sido responsabilidades difíciles de asumir. Además, Sofía tampoco me hubiera dejado. Quería ser su nada, eso que ella hacía cuando nadie miraba.

-Vamos a dar una vuelta –le dijo a su amiga.

Diego y yo quedamos solos en la mesa.

-No es Vero –dijo–. No te gusta tanto.

Al rato volvieron a instalarse en frente nuestro. Le pregunté a Sofía dónde trabajaba.

-En un sex shop –respondió.

Hablamos un rato sobre los clientes. Dijo que no había una tipología clara.

-Ves de todo. Igual que en el supermercado. Lo que más se vende son consoladores. Hay de todos los tamaños.

-Eso es nuevo –dije.

Ella replicó que el consolador existía desde tiempos inmemoriales. En las tribus primitivas ya se usaban. Los egipcios los tenían de granito y mármol. Había de distintos diseños y colores, pero su formato se mantiene invariable –incluso hasta hoy en día–porque, al igual que la silla y la rueda, es imposible de mejorar. En las últimas décadas se le agregó la función de vibrador, que fue el gran aporte de la era de la electricidad.

-Es un eterno presente –dijo–. Mientras todo lo demás se deshace.

Se lo tomaba en serio, pero la frase sonaba sacada de otro lado. De repente parecía una profesional del tema, mucho menos punk que un rato atrás.

“Encontró algo en qué creer”, pensé primero con ironía y después con convicción.

-Bueno, tenés razón –dije–. Pero en otras épocas era más secreto.

Le señalé que en aquel entonces, el uso de consoladores empezaba a popularizarse. Iban en camino a transformarse en lo que son en nuestros días: un electrodoméstico más, quizás el más importante, aunque todavía no habían adquirido inteligencia artificial. Las razones eran el stress predominante, las acusaciones de histeria que cruzaban hombres y mujeres, las enfermedades venéreas, la crisis del Vaticano y sobre todo que –según se comentaba– estaba bueno.

-¿Vos usaste alguna vez? –me preguntó.

Le dije que no. Me dio una tarjeta del local.

-Venite un día. Estoy hasta las seis de la tarde.

Después desapareció con su amiga entre la gente.

-No voy a ir a verla con la excusa de comprar un consolador.

Diego leyó la tarjeta. Me la devolvió.

-Fijate.

A veces me ponía a pensar en el futuro en los momentos más inesperados. No miraba lejos. Pensé en la mañana, un rato más tarde, cuando volviera solo a casa. El recuerdo de Sofía se me desdibujaba. Visto desde lejos, todo desaparecía pronto, pasara lo que pasara.

“Es un eterno presente”, recordé.

Era la misma disyuntiva de otras veces, antes. Dejar o no dejar que la melancolía gane la batalla. En los noventa era más fácil. Tenía al menos la noción de que había una manera correcta de hacer las cosas, sólo que yo no la encontraba. Ahora la incertidumbre se había cristalizado. Ya no era el adolescente acomplejado, y encima tenía la sensación de que un objeto podía ser más eficaz que yo. Me había transformado en un neurótico más.

-Ponete las pilas –dijo Hernán.

Cuando la gente se iba, dos horas más tarde, la encaré. Estaba sentada en un banco, sola, con cara de estar aburriéndose. Una de sus amigas se había ido con Hernán. La otra apretaba con un rubio en la puerta del bar.

-¿Necesitás un consolador?

Le devolví la tarjeta. Primero se rió. Después me miró de arriba abajo.

-¿Qué tenés para ofrecer? –me preguntó.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Speed con vodka



-Traeme un speed con vodka –dijo Hernán.

La camarera se quedó mirándolo, como si esperase algo.

-Sí, después te doy mi teléfono –dijo él.

Ella nos señaló a Diego y a mí.

-¿Tus amigos no van a pedir nada?

Ese día –martes– me había levantado a las siete y media, como siempre en la semana. Me senté a escribir, porque a la noche se me había ocurrido una idea brillante que ahora no cuajaba. Llegué a la oficina tarde. Mi jefe elogió mi prosa en el informe que le preparé el día anterior. Era una planilla de Excel. A la salida fui a terapia, donde me desahogué un rato. Más tarde tuve clases. Me había inscripto en un instituto técnico por si fracasaba en la escritura. Me enseñaban a manejar algunos programas de diseño. El curso era bueno. Si lo terminaba y hacía un taller complementario, me daban además el título de reparador de PC´s.

Cuando llegó la hora de encontrarnos con Hernán, yo estaba cansado. Lo pasamos a buscar por la puerta del hotel donde se alojaba. Había llegado esa mañana y volvía el día siguiente a Nueva York. Diego le pidió un préstamo. Hernán sacó la plata de un cajero. Yo me contuve por segunda vez en la semana.

Después hablamos de mujeres. Yo no hablé de Vero.

-¿Hace cuánto que no la ponés? –me preguntó Hernán.

Diego probó el Speed.

-Desde los noventa –dijo.

Yo reaccioné indignado:

-Cojo regularmente.

-¿Con quién?

Les dije que se llamaba Carla. Siempre que tenía que inventar un nombre, elegía el mismo. Para mi vieja, yo ya había salido con tres Carlas. Para Diego y Hernán, esta era la segunda. Era un nombre que me inspiraba ideas confusas, anhelantes, porque me recordaba a Carla Ritrovato, la chica que conducía el programa de radio Rock & Sex diez o quince años atrás.

-¿Carla no era la del museo?

-No –dije–. Ésta no estudia. No está buena. Y no hace nada.

Hernán me puso la mano en el hombro.

-¿Ves esas minas? –señaló.

Tomaban cerveza en la mesa de al lado. Parecían bastante menores que nosotros. Sumaban veinte o treinta piercings, entre las tres.

-¿A cuál te querés coger?

Me pareció que había enloquecido de repente.

-A ninguna –dije.

-Entonces elijo yo.

Se sentó con ellas. Le encargó a la camarera cuatro Speed con vodka, bien cargados. Se reían a carcajadas. Diego y yo nos quedamos en nuestra mesa, haciendo de cuenta que no pasaba nada.

-Como en los viejos tiempos –comentó.

Nos sentimos hermanados. Yo me consolé pensando que muchos grandes artistas también habían sido reprimidos sexuales. Después Hernán nos hizo señas. Arrimamos mesas. Ellas nos saludaron y se fueron de la mano al baño.

-Vos a Romina –le dijo a Diego–. Vos a Sofía. A la rubia le doy yo.

-No sé, boludo, son pendejas… -dije.

-No te vas a casar. La ponés un rato, nada más.

-Es que…

-Si mencionás a Vero, te rompo la cara.

Las chicas volvieron del baño. Se sentaron. Sofía bebió un trago de su vaso. Me gustó. Sus ojos un poco dark tenían que ver con lo me pasaba.

Hernán abrió una lata de Speed. Me la sirvió en el vaso, con una buena medida de vodka abajo.

-Tomátelo hasta el final –dijo.

Yo le hice caso.

Hernán estaba ocupado con la rubia. Después de un rato, la conversación entre nosotros y las otras dos naufragaba. Diego y yo nos pusimos nostálgicos. Hablamos del Maniac Mansion, del Monkey Island. Ellas habían nacido en el 86. Tenían diez años cuando egresamos.

-Son viejos –dijo Romina.

Sofía se rió.

-¿Todavía se les para?

Entonces cerré los ojos y me dejé llevar por el alcohol energizante que me empezó a correr por la sangre.

lunes, 30 de noviembre de 2009

El cambio climático

En esa década cambiaron las estaciones. En lugar del calor, llovía. En lugar del frío había nieve y en lugar de la lluvia, sequía. Las amenazas de cambio climático, que desde hacía años formulaban los ecologistas más neuróticos, se iban transformando en realidad.

Algunas especies animales –el hipocampo del Báltico, la lagartija de Guinea–, muy habituadas a un clima en particular, fueron las primeras en desaparecer. Pero hacia 2015, Animal Planet y el National Geographic se transformaron en canales de actualidad. Un contador en pantalla informaba acerca de la cantidad de especies que habían desaparecido en las últimas horas. Unas cuantas eran preservadas en bancos de ADN. Otras, ni siquiera.

En el Pacífico, arrasaban los tsunamis. La Antártida se descongelaba. En Villa Ballester, adonde yo volvía todos los fines de semana para visitar a mi vieja, ya en 2005 el verano se había vuelto un infierno y la primavera, tropical.

-¿Justo hoy encendiste el horno? –dije en una de esas visitas.

Afuera arrasaba el sol, pero el calor de adentro era tan espeso que me derribó ni bien abrí la puerta.

-Como sé que te gusta… -dijo mi vieja secándose las manos con el delantal. La transpiración le brotaba de la frente hacia abajo.

-Abrí la ventana. Prendé el ventilador.

Durante el almuerzo me contó las novedades del barrio.

-La hija de Adriana se casó. Se va a mudar a un chalet del otro lado de la vía.

-Pasame el pan.

-¿Te acordás del menor de los Otis? ¿Uno flaco, alto, que iba con vos al colegio?

-Un pelotudo –dije yo.

-Está de gerente en Bayer. Lo trasladaron a Berlín.

Mi vieja siguió hablando. Yo quería pedirle plata prestada. No me animé al final.

Después del almuerzo venían los momentos más tensos, especialmente desde que se le había roto el televisor.

-¿Por qué no lo mandás a arreglar?

-Sabés que me siento mejor así –dijo sirviendo el postre–. Estoy reencontrándome conmigo misma.

-¿Qué?

Un durazno en almíbar resbaló por el mantel de hule.

-Es difícil de explicar… –suspiró–. Estoy leyendo un libro.

Lo señaló sobre una repisa: “La era de Acuario”.

-Me di cuenta de que desde la muerte de tu padre, yo dejé de concentrarme en mi lado espiritual.

-Te salió bien la carne –dije–. Me gustó.

El ventilador chirriaba. Mi vieja abrió un abanico que decía “Paris je t´aime”.

-Me lo trajo Mara. El hijo vive allá.

Se hizo un silencio incómodo.

-¿Y vos? –dijo mirando el suelo– ¿Seguís escribiendo? ¿Cómo te va?

Le dije que bien.

-¿Alguna vez vas a mostrarme algo?

-Puede ser.

-A mí lo que me preocupa es que no estés con ninguna chica. ¿Hace cuánto que cortaste con Vero?

-No sé.

-¿No querés tener una familia? Yo quiero conocer a mis nietos. A mi edad…

Afuera el cielo se había nublado de repente. Se largó a llover mientras volvía en tren. La lluvia caía de otra manera en los baldíos del conurbano. La ciudad parecía más gris, detrás de la cortina de agua, a medida que me acercaba a capital. Pensé que no estaba preparada para un cambio climático. La erosión todavía no derrumbaba balcones de los edificios, como pasó unos años después, cuando uno tras otro empezaron a caer.

-Quiero cambiar –dije.

-No cambiamos. Nos estamos deshaciendo de a poco –dijo Sofía entonces, con esa boca que conocí el domingo a la noche, en un pub de Retiro al que fui con Diego y Hernán, que estaba de visita en Buenos Aires.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Objeto de la semana: el iPod



Algunos tuvieron la suerte de terminar de pagarlos antes de que les quedasen viejos. Otros, como mi amigo Diego, que compró el suyo en 48 cuotas a fines de 2009, lo sintieron marchitarse en sus bolsillos, a medida que el precio que habían pagado disminuía hasta transformarse en el equivalente de una cafetera a filtro en Rodó.

-¿Y ahora qué hago? –decía mirando su todavía impecable iPod nano, que al lado de los minúsculos dispositivos que vinieron después, parecía un calefón.

En otras épocas, me hubiera reído de él. Pero yo también tuve mi iPod, aunque lo conseguí de otra manera.

-Se lo regaló una chica –le comentó mamá con orgullo a la señora que limpiaba en casa.
Fue en la primavera de 2006, el año en que las ofertas de mp3 florecieron en las páginas de los diarios y revistas de actualidad. Los iPod eran algo exótico, imposible, como una pieza de sushi en un asado de la CGT. Pero últimamente, las cosas imprevisibles pasaban en mi vida.

Sobre todo con Marina.

La vi por primera vez en la empresa de seguros donde entré a trabajar a comienzos de ese año. Una tarde escuché su voz detrás de un panel:

-Si se rompió de vuelta, me corto las tetas.

Me asomé en silencio, haciendo de cuenta que buscaba a alguien. Ella luchaba contra un mp3 genérico que –después me explicó– se había comprado en Mercadolibre, un sitio web donde los distribuidores de electrónica, en lugar de Garbarino o Frávega, se llamaban Juan Carlos o José.

-No lo puedo creer –se agarró la cabeza.

-¿Te puedo ayudar en algo?

Lo examiné un rato. El dispositivo se había trabado en un tema de Finlay Quaye, que reproducía una y otra vez.

-Comprate un iPod –dije– No hay nada que hacer.

Le expliqué que tenían el respaldo de Apple. Eso significaba que eran mucho más caros, pero estaban mejor diseñados y duraban más.

-No se rompen nunca.

Ella asintió y me tiró un “bueno, gracias”, que sonó de compromiso. Me quedé con la sensación de que no le había causado una gran impresión, pero una semana después ella me encaró:

-Tengo un iPod –dijo–. Me lo regaló mi ex.

Conversamos un rato. Al día siguiente la invité a salir. Dijo que sí.

Durante la cena me contó de su ex. Había sido una relación muy larga, que venía desde el secundario. Aunque se seguían viendo, ella había decidido cortarla unos meses atrás.

-Me estaba ahogando. Cuando era más chica, pensaba que íbamos a estar juntos para siempre… Él todavía lo sigue pensando. Pero ya no daba para más.

-Qué difícil decir “para siempre” hoy en dia, ¿no? –improvisé.

Coincidimos en que las cosas se deterioraban inexorablemente. La pizza estaba bien.
Antes de despedirnos, nos besamos.

La segunda noche, casi sin darnos cuenta, nuestra caminata nos llevó a las calles lindantes a la vía de Palermo, donde las pocas luces que se veían eran de neón. Terminamos en la habitación de un telo donde todas las radios pasaban reggaeton, Peter Cetera o Luis Miguel. Le enseñé a usar los parlantes externos del iPod.

-¿Ves? –dije– Esto no lo tiene cualquier mp3.

Ella asintió con convicción.

Una de esas noches, el iPod se le resbaló de la mano y cayó en un charco de agua. Lo sequé con mi campera. Resistió bien.

Entonces cometí un error. La había notado callada esa noche, como si anduviera pensando en algo.

-Están hechos para durar –dije–. Quién te dice, como nosotros dos.

Ella bajó la mirada. Me contó que había vuelto con su ex.

-Perdoname. Lo quiero. Y estoy tan acostumbrada a estar con él, que no puedo salir con nadie más.

Me apretó el iPod en la mano.

-Te lo regalo –dijo–. Para que no te olvides de mí.

Lo vendí en Mercadolibre quince días después.