martes, 2 de febrero de 2010

Los blogs/1: Una historia de amor (primera parte)

Como era de esperarse, las cosas arrancaron mal. Dos días después de nuestro primer encuentro, a Natalia la cambiaron de edificio en la empresa donde trabajábamos, así que dejamos de vernos.

-Quiero verte –dije.

-Tengo un blog –respondió.

Yo apenas sabía lo que era un blog. Había pasado accidentalmente por alguno, pero no le encontré la gracia. Me resultó más desprolijo e irregular que un sitio web. Geocities, por lo menos, parecía algo serio, con más futuro que eso de escribir sobre la vida de uno como si le importara a alguien. Natalia había arrancado con el suyo un año atrás, pero lo de ella era otra cosa. Imposible encontrarla en Google, porque no usaba su nombre real. En internet se llamaba Miranda. Ponía:

“Hoy fui a la casa de Madre. Pasamos juntas la tarde. Emoción por la vajilla de mi infancia. Tristeza: quitaron la higuera del patio”.

Y también:

“1 paquete de yerba, un kilo de azúcar, seis huevos. Todo en el chino de enfrente. esa es la medida de mi felicidad”.

Y lo dejaba ahí dos o tres días antes de actualizar de vuelta, como si el post fuera una obra de arte. A mí me fascinaba eso.

Lo primero que hice en su blog fue buscar alguna prueba de mi existencia, pero fue inútil: no me mencionaba ni siquiera al pasar. Después fui a los posts más viejos, cuando no la conocía. En octubre del año anterior había escrito: “A él también le gusta el jugo de naranjas”, sin aclarar de quién se trataba. Había otros con referencias sexuales más vagas, que no se referían a nadie en particular. Escribía: “Es hora de volver a la inocencia de jugar al doctor” o “Risas. Cuerpos desnudos. Tu mano sobre la mía”.

-me gusta lo que escribis –dije una noche en que chateamos hasta las dos, tres de la mañana.

-gracias –dijo– son cosas sueltas, cero pretension

-cuando nos vemos?

-estoy con finales –dijo– la semana que viene?

Y así se iba posponiendo el encuentro. Después de una o dos semanas sin vernos, Natalia se había transformado en una promesa que amenazaba con no concretarse. Eso la volvía especial. Sus posts me parecían haikus escritos por una geisha que me negaba sus favores. Me pasaba horas leyéndola, esperando que actualice, para ver si esta vez escribía sobre mí. Y aunque nunca lo hacía, eso no era decepcionante porque igual, por escrito, me gustaba tanto o más que antes. Se me había vuelto un personaje literario. Tenía convicción en sus ideas, gustos musicales interesantes, era seductora y se fijaba en cosas de las que yo no me daba cuenta.

Hasta que un día me dedicó un post.

En realidad nunca me dijo que lo había escrito para mí, pero yo lo supe desde un primer momento.

“El otro día me di cuenta de que tiendo a idealizar a las personas, sobre todo a los hombres. Pero me desilusiono rápido y el otro se queda enganchado. Después me siento culpable y no sé qué hacer. Eso es lo que me pasa con G,”

Como mi apellido empieza con esa letra, me pareció evidente que estaba transmitiéndome un mensaje. Dejé de llamarla. La bloqueé del Messenger. Todos los días entraba en su blog en busca de otro mensaje cifrado o, mejor todavía, de alguna especie de arrepentimiento, pero no volví a encontrar nada.

Podría haber quedado todo ahí. No perdimos nada. Pero las historias inconclusas me caen mal. Hubiera preferido que me odiara, que era lo más probable si llegábamos a involucrarnos un poco más el uno con el otro. Me molestaba la tremenda facilidad con que, cada mañana, entraba en su blog a buscar alguna actualización. No podía olvidarla. Le dejé un par de comentarios anónimos. En algunos la elogiaba. En otros le tiraba mala onda. Me inventaba nombres, pero en todos les dejaba alguna pista para que descubriera que el remitente era yo. Ella no se daba cuenta, o no reaccionaba. Hasta que un día, sin pensarlo demasiado, en un impulso del que no alcancé a arrepentirme, abrí mi propio –y primer– blog.

miércoles, 13 de enero de 2010

Stand by

Pensé que me iba a acomodar, que iba a encontarle la vuelta, pero no… Desde hace unos días estoy con un asunto de trabajo que me impide escribir para el blog y leer blogs como de costumbre. Es algo bueno pero la parte negativa es que por este motivo, estaré ausente durante una o dos semanas de la blogósfera. Me da pena interrumpir acá, pero sinceramente no llego con todo. Vuelvo lo antes posible!

miércoles, 6 de enero de 2010

Google/1: El Pasado (última parte)

-Me gusta cómo combinás los colores –dijo la noche en que salimos–. Eso es raro en un hombre.

Yo observé mi reflejo en la vidriera del cine.

-Sí –dije como respondiendo a alguna pregunta–. Me visto solo.

Por mi cabeza cruzaban, como ráfagas, algunas oraciones sueltas de mi relato del secundario, que era más bien una semblanza:


Mamá siempre sabe qué ropa hay que ponerse, cómo elegir los colores, si conviene llevar paraguas cuando va a llover. A veces le hago caso, otras veces no. Entonces me mojo.

Era la época inmediatamente anterior a la internet 2.0 o sus comienzos. Los blogs recién empezaban a existir. La red era, sobre todo, un conglomerado de sitios web institucionales. El nombre de uno sólo figuraba si lo mencionaban en el diario, trabajaba en alguna empresa o había ido a un colegio donde a alguno se le ocurrió informatizar el anuario. Yo también había googleado a Natalia, pero los resultados no habían sido muy interesantes. Existían por lo menos tres Natalias en Buenos Aires con su mismo apellido. Una se dedicaba a la informática, otra ganó un concurso de poesía –por la forma de escribir, supuse que era vieja– y la tercera había mandado una receta de cocina al sitio de Mendicrim. Como la receta era larga y estaba muy detallada, supuse que podía ser la misma Natalia que estaba en frente mío. Pero no tenía sentido preguntarle.

-¿Estará buena la película? –se preguntaba ella mientras esperábamos en las butacas– Los actores no sé si me gustan, pero el iluminador y el montajista trabajaron en otras películas que me encantaron. Y Woody Allen es un genio.

-Sí.

-Todo ese rollo que tiene con la madre… -se mordió el labio de abajo.

-Yo no lo entiendo –dije.

Se rio.

-¿Por qué? ¿Tu vieja no es hinchapelotas?


Mamá es una abeja que revolotea a mi alrededor. Se asocia con las flores y el trabajo. Sus palabras son a veces dulces. Otras veces, se te clavan como un aguijón.

-No –dije–. Nada que ver.

-Tenés suerte. Te tocó una buena madre.

Me quedé pensando en la respuesta. Decir que sí era darle la razón a alguna ironía de su parte o, peor todavía, quedar como un nene de mamá. Decir que no, en cambio, me hacía sentir culpable. Por suerte la película empezó a rodar y me sacó las papas del fuego.

Cuando terminó la película fuimos a tomar algo.

-¿Te gusta cocinar? –pregunté, recordando la receta en el sitio de Mendicrim.

Asintió con la cabeza.

-Me encanta –dijo–. Pero seguro que no cocino tan bien como tu mamá.


Ella me alimenta. Ella es mi alimento.


-Seguro que sí –dije.

Después hablamos de otros temas. Excepto por lo que habíamos googleado previamente, había mucha naturalidad en la conversación. Estuvimos horas charlando, hasta que los mozos empezaron a pasar el trapo alrededor nuestro, para indicarnos que estaban a punto de cerrar. Entonces la acompañé hasta la parada de colectivo, que tardó en venir. Me contó que después tenía que caminar cinco cuadras desde la parada del colectivo hasta su casa.

-Son un poco oscuras –dijo.

Dudé hasta último momento. No porque me molestase acompañarla. Al contrario, tenía ganas de pasar un rato más con ella. El problema era que ya me imaginaba lo que venía más adelante. Las idas y vueltas, los llamados telefónicos, los conflictos, inevitablemente el abandono. Ya había pasado otras veces por eso y no estaba seguro de querer repetirlo otra vez.

-Te acompaño –dije al final.

Nos despedimos en la puerta de su edificio.

-Chau –dije.

Nos quedamos mirándonos. Pensé, si me volvía en ese momento, cuánto me iba arrepentir al día siguiente.

Nos besamos.

Después ella se rió, tapándose la boca con la mano.

-Me estoy metiendo en problemas –dijo–. Otra vez.


Yo la veo y pienso: no habrá otra igual.


-Yo también –dije.

Y así empezó la historia con Natalia.

martes, 5 de enero de 2010

Google/1: El Pasado (segunda parte)

Que una parte de mi pasado se hubiera vuelto pública tenía que traer alguna consecuencia. Al principio yo dudaba si sería buena o mala, aunque me sentía más inclinado por esta última alternativa. Con el tiempo la fui confirmando. A favor mío jugaba la falta de certezas: si bien el primer resultado cuando me googleaba a mí mismo era “Mi madre”, el segundo, el tercero y el cuarto eran arengas trotskistas escritas por un periodista, homónimo mío, al que supuse centroamericano o norteamericano por los sitios en que figuraba. Eso balanceaba de alguna manera las cosas, aunque no lo suficiente. El relato se había transformado, otra vez, en mi fantasma.

El ataque me duró hasta unos días después del descubrimiento. Probé distintos métodos para tranquilizarme. El más efectivo era pensar que, en realidad, muy poca gente iba a querer googlearme. El único realmente interesado en hacerlo era yo mismo. Quizás estaba sobredimensionando el problema. Y aún si alguien accedía a esa especie de curriculum digital, en el anuario quedaba claro que el texto había sido escrito diez años atrás.

Me reí de mí mismo: tanto problema por nada. Hasta que la conocí a Natalia.
Su mirada era un scanner. Después de una pregunta sorprendente, porque retomaba un tema que habíamos abandonado mucho tiempo atrás, ella dejaba caer los párpados, se tapaba la cara y soltaba una carcajada:

-Perdoname –decía–. No me olvido de nada.

Antes de nuestra primera cita, cuando la relación se basaba en conversaciones breves de pasillo en la oficina, Natalia ya había retenido la fecha de mi cumpleaños, que me gustaban los caramelos Halls de paquete azul y que había nacido en Villa Ballester. Al principio me pareció que semejante memoria denotaba algún interés de su parte, pero después me di cuenta de que era con todo el mundo igual.

-Ahí está Ramiro –decía–. El de las corbatas con algún motivo naranja.

Y era algo en lo que nadie se había fijado, ni siquiera el propio Ramiro –que se mostró sorprendido cuando ella se lo comentó por primera vez–, pero absolutamente cierto: todas sus corbatas tenían un detalle, aunque fuera mínimo, de ese color.

-Yo soy así –confesaba a veces con un poco de culpa–. Alguna gente no me soporta, y tienen razón.

A mí me hacía sentir contenido el saber que, en algún lugar de esa oficina deshumanizada y grande, donde todos los empleados tenían una jerarquía superior a la mía, pocos conocían mi nombre y yo no sabía cómo se llamaba casi nadie, había alguien que se preocupaba hasta por la marca y el sabor del chicle que estaba masticando. Lo veía como un rasgo maternal.

Cuando se lo dije, ella se quedó muda un rato.

-Gracias –murmuró al final.

-Tengo ganas de ir a ver Match Point –dije.

Se hizo un silencio.

-¿Vamos? –insistí.

Quedamos para el fin de semana.

Esa tarde, de casualidad, escuché una conversación que mantenía con unas compañeras, en la habitación que usábamos para tomar un break. Reconocí las voces en seguida. Además de Natalia, estaban las dos supervisoras gordas del turno tarde. Me quedé con mi café al lado del umbral, escuchando.

-Son todos así –dijo una de las gordas–. Al final la madre es la única que les importa. Las demás, que revienten.

-Siempre usa las mismas camisas –dijo Natalia–. Limpias y bien planchadas. Huele bien.

-Pero no habla mucho –dijo la otra gorda–. Es tímido. Andá a saber.

Natalia seguía pensativa.

-A mí me cae re bien –dijo–. Pero después de lo de Norman, no quisiera saber más nada con alguien así... No me banco competir con otra madre. Basta de eso para mí.

-Googlealo –dijo una de las gordas.

-Dale –dijo la otra– Asi chusméas un rato. ¿Qué podés perder?

lunes, 4 de enero de 2010

Google/1: El Pasado (primera parte)

Durante el secundario, en los noventa, mi colegio sacaba una revista cada fin de año. Además de los artículos de ocasión escritos por la comisión directiva y algunos profesores que no habían podido escapar del encargo, la revista contenía noticias acerca de las actividades y torneos que se habían realizado durante el año. En 1994, el equipo femenino de voley ganó un intercolegial. El de futbol salió subcampeón en el mismo certamen. Dos compañeros míos, Rodolfo Arreche y Pablo Martin, alcanzaron el cuarto y sexto lugar, respectivamente, en un torneo de ajedrez. Yo gané un concurso literario barrial. Todos aparecimos en las páginas destacadas del anuario.

Yo me sentía un intruso. El relato que escribí era malo y sólo lo envié al concurso por insistencia de mi profesora de castellano, que era amiga de la mujer que lo organizaba. En mis peores momentos, llegué a considerar la posibilidad de que mi premio fuera un eslabón más de alguna cadena de favores oculta. Ese mismo año, unos meses después, mi profesora, la organizadora del concurso y los miembros del jurado abrieron un centro cultural en Villa Ballester.

Mi relato se llama “Mi madre” y además de mal escrito, estaba sacado de contexto. Formaba parte de un cuento a la Stephen King donde el narrador, un vampiro del Cáucaso, se infiltraba entre los estudiantes de un colegio secundario del conurbano. En una clase de castellano, el profesor –en el relato era hombre, para que no se mezclaran los tantos– les pedía a los alumnos una composición sobre sus respectivas madres. Como el vampiro es huérfano, se desespera. Piensa que lo van a descubrir. Entonces pasa toda una noche leyendo textos de las lápidas de los cementerios y al día siguiente escribe con ellos la composición que yo transcribí –es un decir– al final del relato.

“Excelente!” escribió la profesora Blanche en rojo a un costado, señalando esa parte del texto con una llave. Después me pidió que la mandara al concurso.

-Sólo esa parte, porque el resto no me gusta tanto.

Su publicación en el anuario trajo graves consecuencias. Las madres del colegio me amaron. Me saludaban en la puerta y hablaban de sus hijas con devoción. Las hijas, mientras tanto, apretaban en el estacionamiento con algún otro menos ejemplar que yo. Mi vieja le mostró el relato con orgullo a todo el mundo.

-Él siempre callado, nunca habla… –declaró mi tía–, pero tiene mucho por decir.

Pero lo peor vino por otro lado.

Algunos de quinto tenían una banda de hardcore y punk bastante conocida en el barrio. Se llamaba Me Importa Un Korno pero todos la nombrábamos por sus siglas (M.I.U.K.). Tocaban en bares de la zona. Una noche organizaron un recital en el Club Alemán. Todo el colegio fue. Era la primera vez –y por mi parte al menos, la última– que los veíamos en vivo. Abrieron con un cover de los Clash. Después tocaron un par de temas propios. Cerca del final el cantante se dirigió al público:

-Ahora vamos a tocar un estreno. Para los niños bien de este puto agujero. Fuck off!

Al principio no entendí. El cantante ponía la voz en falsete, como haciéndose el gil, pero la enorme distorsión me impedía entender la letra. Hernán me lo hizo notar primero.

-Boludo –dijo–. Es lo que escribiste vos.

Un par de compañeros más me señalaron. Algunos no se dieron cuenta, pero el lunes ya todos se habían enterado. A partir de entonces, cada vez que entraba en el aula, alguno entonaba la canción. Me perseguían por todas partes: en el gimnasio, en los vestuarios, en la salida del colegio y hasta por las calles, alguna vez, me crucé con alguno cantando el estribillo de “Mi madre”. Al principio les explicaba (“está sacado de contexto”), pero era en vano. Mi último año del secundario estuvo marcado por esa fatalidad.

Y después todo se fue olvidando.

Me Importa Un Korno se separó unos meses más tarde. Egresamos. Dejé de ver a la mayoría de mis compañeros de curso. Los que seguía viendo, a la larga, se aburrieron de burlarse. Fueron años de aprendizaje y crecimiento personal. Llegó internet y todos nos informatizamos. Pensé que era un paso adelante. Todos lo pensamos. Incluso las autoridades de mi antiguo colegio, que decidieron colgar la colección completa de anuarios en internet. Entre ellos se encontraba, por supuesto, el relato “Mi madre”. Aparecía primero en los resultados de Google cuando uno buscaba mi nombre.