En esa década cambiaron las estaciones. En lugar del calor, llovía. En lugar del frío había nieve y en lugar de la lluvia, sequía. Las amenazas de cambio climático, que desde hacía años formulaban los ecologistas más neuróticos, se iban transformando en realidad.
Algunas especies animales –el hipocampo del Báltico, la lagartija de Guinea–, muy habituadas a un clima en particular, fueron las primeras en desaparecer. Pero hacia 2015, Animal Planet y el National Geographic se transformaron en canales de actualidad. Un contador en pantalla informaba acerca de la cantidad de especies que habían desaparecido en las últimas horas. Unas cuantas eran preservadas en bancos de ADN. Otras, ni siquiera.
En el Pacífico, arrasaban los tsunamis. La Antártida se descongelaba. En Villa Ballester, adonde yo volvía todos los fines de semana para visitar a mi vieja, ya en 2005 el verano se había vuelto un infierno y la primavera, tropical.
-¿Justo hoy encendiste el horno? –dije en una de esas visitas.
Afuera arrasaba el sol, pero el calor de adentro era tan espeso que me derribó ni bien abrí la puerta.
-Como sé que te gusta… -dijo mi vieja secándose las manos con el delantal. La transpiración le brotaba de la frente hacia abajo.
-Abrí la ventana. Prendé el ventilador.
Durante el almuerzo me contó las novedades del barrio.
-La hija de Adriana se casó. Se va a mudar a un chalet del otro lado de la vía.
-Pasame el pan.
-¿Te acordás del menor de los Otis? ¿Uno flaco, alto, que iba con vos al colegio?
-Un pelotudo –dije yo.
-Está de gerente en Bayer. Lo trasladaron a Berlín.
Mi vieja siguió hablando. Yo quería pedirle plata prestada. No me animé al final.
Después del almuerzo venían los momentos más tensos, especialmente desde que se le había roto el televisor.
-¿Por qué no lo mandás a arreglar?
-Sabés que me siento mejor así –dijo sirviendo el postre–. Estoy reencontrándome conmigo misma.
-¿Qué?
Un durazno en almíbar resbaló por el mantel de hule.
-Es difícil de explicar… –suspiró–. Estoy leyendo un libro.
Lo señaló sobre una repisa: “La era de Acuario”.
-Me di cuenta de que desde la muerte de tu padre, yo dejé de concentrarme en mi lado espiritual.
-Te salió bien la carne –dije–. Me gustó.
El ventilador chirriaba. Mi vieja abrió un abanico que decía “Paris je t´aime”.
-Me lo trajo Mara. El hijo vive allá.
Se hizo un silencio incómodo.
-¿Y vos? –dijo mirando el suelo– ¿Seguís escribiendo? ¿Cómo te va?
Le dije que bien.
-¿Alguna vez vas a mostrarme algo?
-Puede ser.
-A mí lo que me preocupa es que no estés con ninguna chica. ¿Hace cuánto que cortaste con Vero?
-No sé.
-¿No querés tener una familia? Yo quiero conocer a mis nietos. A mi edad…
Afuera el cielo se había nublado de repente. Se largó a llover mientras volvía en tren. La lluvia caía de otra manera en los baldíos del conurbano. La ciudad parecía más gris, detrás de la cortina de agua, a medida que me acercaba a capital. Pensé que no estaba preparada para un cambio climático. La erosión todavía no derrumbaba balcones de los edificios, como pasó unos años después, cuando uno tras otro empezaron a caer.
-Quiero cambiar –dije.
-No cambiamos. Nos estamos deshaciendo de a poco –dijo Sofía entonces, con esa boca que conocí el domingo a la noche, en un pub de Retiro al que fui con Diego y Hernán, que estaba de visita en Buenos Aires.