lunes, 30 de noviembre de 2009

El cambio climático

En esa década cambiaron las estaciones. En lugar del calor, llovía. En lugar del frío había nieve y en lugar de la lluvia, sequía. Las amenazas de cambio climático, que desde hacía años formulaban los ecologistas más neuróticos, se iban transformando en realidad.

Algunas especies animales –el hipocampo del Báltico, la lagartija de Guinea–, muy habituadas a un clima en particular, fueron las primeras en desaparecer. Pero hacia 2015, Animal Planet y el National Geographic se transformaron en canales de actualidad. Un contador en pantalla informaba acerca de la cantidad de especies que habían desaparecido en las últimas horas. Unas cuantas eran preservadas en bancos de ADN. Otras, ni siquiera.

En el Pacífico, arrasaban los tsunamis. La Antártida se descongelaba. En Villa Ballester, adonde yo volvía todos los fines de semana para visitar a mi vieja, ya en 2005 el verano se había vuelto un infierno y la primavera, tropical.

-¿Justo hoy encendiste el horno? –dije en una de esas visitas.

Afuera arrasaba el sol, pero el calor de adentro era tan espeso que me derribó ni bien abrí la puerta.

-Como sé que te gusta… -dijo mi vieja secándose las manos con el delantal. La transpiración le brotaba de la frente hacia abajo.

-Abrí la ventana. Prendé el ventilador.

Durante el almuerzo me contó las novedades del barrio.

-La hija de Adriana se casó. Se va a mudar a un chalet del otro lado de la vía.

-Pasame el pan.

-¿Te acordás del menor de los Otis? ¿Uno flaco, alto, que iba con vos al colegio?

-Un pelotudo –dije yo.

-Está de gerente en Bayer. Lo trasladaron a Berlín.

Mi vieja siguió hablando. Yo quería pedirle plata prestada. No me animé al final.

Después del almuerzo venían los momentos más tensos, especialmente desde que se le había roto el televisor.

-¿Por qué no lo mandás a arreglar?

-Sabés que me siento mejor así –dijo sirviendo el postre–. Estoy reencontrándome conmigo misma.

-¿Qué?

Un durazno en almíbar resbaló por el mantel de hule.

-Es difícil de explicar… –suspiró–. Estoy leyendo un libro.

Lo señaló sobre una repisa: “La era de Acuario”.

-Me di cuenta de que desde la muerte de tu padre, yo dejé de concentrarme en mi lado espiritual.

-Te salió bien la carne –dije–. Me gustó.

El ventilador chirriaba. Mi vieja abrió un abanico que decía “Paris je t´aime”.

-Me lo trajo Mara. El hijo vive allá.

Se hizo un silencio incómodo.

-¿Y vos? –dijo mirando el suelo– ¿Seguís escribiendo? ¿Cómo te va?

Le dije que bien.

-¿Alguna vez vas a mostrarme algo?

-Puede ser.

-A mí lo que me preocupa es que no estés con ninguna chica. ¿Hace cuánto que cortaste con Vero?

-No sé.

-¿No querés tener una familia? Yo quiero conocer a mis nietos. A mi edad…

Afuera el cielo se había nublado de repente. Se largó a llover mientras volvía en tren. La lluvia caía de otra manera en los baldíos del conurbano. La ciudad parecía más gris, detrás de la cortina de agua, a medida que me acercaba a capital. Pensé que no estaba preparada para un cambio climático. La erosión todavía no derrumbaba balcones de los edificios, como pasó unos años después, cuando uno tras otro empezaron a caer.

-Quiero cambiar –dije.

-No cambiamos. Nos estamos deshaciendo de a poco –dijo Sofía entonces, con esa boca que conocí el domingo a la noche, en un pub de Retiro al que fui con Diego y Hernán, que estaba de visita en Buenos Aires.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Objeto de la semana: el iPod



Algunos tuvieron la suerte de terminar de pagarlos antes de que les quedasen viejos. Otros, como mi amigo Diego, que compró el suyo en 48 cuotas a fines de 2009, lo sintieron marchitarse en sus bolsillos, a medida que el precio que habían pagado disminuía hasta transformarse en el equivalente de una cafetera a filtro en Rodó.

-¿Y ahora qué hago? –decía mirando su todavía impecable iPod nano, que al lado de los minúsculos dispositivos que vinieron después, parecía un calefón.

En otras épocas, me hubiera reído de él. Pero yo también tuve mi iPod, aunque lo conseguí de otra manera.

-Se lo regaló una chica –le comentó mamá con orgullo a la señora que limpiaba en casa.
Fue en la primavera de 2006, el año en que las ofertas de mp3 florecieron en las páginas de los diarios y revistas de actualidad. Los iPod eran algo exótico, imposible, como una pieza de sushi en un asado de la CGT. Pero últimamente, las cosas imprevisibles pasaban en mi vida.

Sobre todo con Marina.

La vi por primera vez en la empresa de seguros donde entré a trabajar a comienzos de ese año. Una tarde escuché su voz detrás de un panel:

-Si se rompió de vuelta, me corto las tetas.

Me asomé en silencio, haciendo de cuenta que buscaba a alguien. Ella luchaba contra un mp3 genérico que –después me explicó– se había comprado en Mercadolibre, un sitio web donde los distribuidores de electrónica, en lugar de Garbarino o Frávega, se llamaban Juan Carlos o José.

-No lo puedo creer –se agarró la cabeza.

-¿Te puedo ayudar en algo?

Lo examiné un rato. El dispositivo se había trabado en un tema de Finlay Quaye, que reproducía una y otra vez.

-Comprate un iPod –dije– No hay nada que hacer.

Le expliqué que tenían el respaldo de Apple. Eso significaba que eran mucho más caros, pero estaban mejor diseñados y duraban más.

-No se rompen nunca.

Ella asintió y me tiró un “bueno, gracias”, que sonó de compromiso. Me quedé con la sensación de que no le había causado una gran impresión, pero una semana después ella me encaró:

-Tengo un iPod –dijo–. Me lo regaló mi ex.

Conversamos un rato. Al día siguiente la invité a salir. Dijo que sí.

Durante la cena me contó de su ex. Había sido una relación muy larga, que venía desde el secundario. Aunque se seguían viendo, ella había decidido cortarla unos meses atrás.

-Me estaba ahogando. Cuando era más chica, pensaba que íbamos a estar juntos para siempre… Él todavía lo sigue pensando. Pero ya no daba para más.

-Qué difícil decir “para siempre” hoy en dia, ¿no? –improvisé.

Coincidimos en que las cosas se deterioraban inexorablemente. La pizza estaba bien.
Antes de despedirnos, nos besamos.

La segunda noche, casi sin darnos cuenta, nuestra caminata nos llevó a las calles lindantes a la vía de Palermo, donde las pocas luces que se veían eran de neón. Terminamos en la habitación de un telo donde todas las radios pasaban reggaeton, Peter Cetera o Luis Miguel. Le enseñé a usar los parlantes externos del iPod.

-¿Ves? –dije– Esto no lo tiene cualquier mp3.

Ella asintió con convicción.

Una de esas noches, el iPod se le resbaló de la mano y cayó en un charco de agua. Lo sequé con mi campera. Resistió bien.

Entonces cometí un error. La había notado callada esa noche, como si anduviera pensando en algo.

-Están hechos para durar –dije–. Quién te dice, como nosotros dos.

Ella bajó la mirada. Me contó que había vuelto con su ex.

-Perdoname. Lo quiero. Y estoy tan acostumbrada a estar con él, que no puedo salir con nadie más.

Me apretó el iPod en la mano.

-Te lo regalo –dijo–. Para que no te olvides de mí.

Lo vendí en Mercadolibre quince días después.